Texto por: Cheché Morett | IS | X | TikTok
Desde sus orígenes, los festivales de música no solo han sido espacios de celebración cultural, sino también plataformas para todo tipo de manifestaciones. La música, como arte vivo, ha evolucionado hasta convertirse en un vehículo de protesta, uno que numerosos artistas han usado como altavoz para amplificar sus causas, adaptándose a los medios y contextos de cada época.
A lo largo de la historia, los conflictos sociales del mundo han impulsado expresiones artísticas que denuncian la desigualdad, la opresión, el racismo y otras formas de injusticia que siguen siendo heridas abiertas en el tejido global. Y es precisamente en los festivales donde esas expresiones encuentran un escenario privilegiado: un foco de atención que da la vuelta al mundo.
Hoy, incluso quienes no asisten físicamente a estos eventos pueden presenciarlos en tiempo real. Las transmisiones en vivo, los clips en redes sociales y la cobertura de prensa hacen que cualquier declaración —política o no— pueda viralizarse en minutos. Los festivales ya no son solo vitrinas de nuevos sencillos o espectáculos visuales: también son espacios donde se proyectan ideologías, convicciones y resistencias.
Durante la edición 2025 de Glastonbury, dos presentaciones generaron fuertes reacciones en medios, redes y sectores políticos. El sábado 28 de junio, a las 14:30 horas, el dúo punk londinense Bob Vylan apareció en el escenario West Holts con un discurso a favor de Palestina, pero que fue más allá del ya conocido cántico “Free Palestine”. Uno de sus integrantes alzó el brazo y gritó: “Death to the IDF”, refiriéndose a las Fuerzas de Defensa de Israel.
El acto fue transmitido en vivo por la BBC, y la frase resonó con fuerza en medios internacionales, reactivando el debate sobre los límites del discurso político en los escenarios. Apenas hora y media después, el grupo irlandés Kneecap, conocido también por su postura pro Palestina, subía al mismo escenario. Su show, sin embargo, no fue transmitido por la televisora pública británica. La decisión se habría tomado previamente, en vista de la polémica constante que rodea al grupo.
Las reacciones no tardaron. Emily Eavis, directora del festival, publicó en redes sociales un comunicado en el que expresó su “profundo pesar” por lo sucedido, dejando claro que la organización no avala discursos de odio ni posturas antisemitas. La BBC, por su parte, añadió que su transmisión incluyó un disclaimer que advertía sobre “lenguaje ofensivo y contenido potencialmente discriminatorio”.
Al día siguiente, figuras del gobierno británico y organizaciones dedicadas a combatir el antisemitismo criticaron abiertamente los hechos ocurridos durante ese sábado. El debate estaba sobre la mesa: ¿hasta dónde puede llegar la libertad artística en un festival masivo?
Lo ocurrido en Glastonbury no es un caso aislado. Existen múltiples antecedentes que demuestran cómo la protesta política ha estado presente en los escenarios más importantes del mundo:
Rage Against the Machine, en Lollapalooza 1993, se presentó desnudo, con cintas adhesivas en la boca y letras en el pecho que deletreaban “PMRC” (Parents Music Resource Center), en protesta contra la censura musical. Permanecieron 15 minutos en absoluto silencio. En 1992, durante un concierto tributo a Bob Dylan, Sinéad O’Connor subió al escenario, gritó “Fight the real enemy” y rompió una fotografía del Papa Juan Pablo II, denunciando los abusos cometidos por la Iglesia Católica. El acto, transmitido a millones, fue tan criticado como visionario. Hizo lo mismo en SNL. El colectivo ruso Pussy Riot ha hecho de sus presentaciones actos performáticos de denuncia frente a la represión estatal, la homofobia y la violencia policial en Rusia, aún a riesgo de su libertad. En múltiples festivales, Eddie Vedder, vocalista de Pearl Jam, ha alzado la voz contra la globalización corporativa, los monopolios de la industria musical y la política exterior de EE. UU., reafirmando el poder del rock como canal de resistencia.
El auge de los statements políticos en festivales plantea una duda inevitable: ¿son manifestaciones auténticas o parte del branding festivalero? En una época donde cada gesto puede volverse tendencia, el público ha aprendido a distinguir cuándo un mensaje responde a una convicción profunda y cuándo se utiliza como herramienta de marketing.
No solo el punk tiene la capacidad de generar este tipo de expresiones simbólicas. El activismo sonoro atraviesa géneros, generaciones y culturas. Pero el público también ha evolucionado: consume, cuestiona, comparte y, en muchos casos, actúa. A veces por convicción, otras por necesidad de pertenecer a una conversación en auge. Aunque no siempre se comprenda a fondo el mensaje, el impulso de amplificarlo permanece.
¿Qué ocurre con los festivales que no permiten este tipo de declaraciones?
En muchos casos, la censura refleja el choque entre libertad artística, presión corporativa y tensiones políticas locales. Al depender de patrocinios o fondos estatales, varios festivales optan por vetar o silenciar a artistas que podrían resultar “incómodos”.
En algunos países, como China o Emiratos Árabes Unidos, los músicos deben firmar acuerdos previos donde se comprometen a no emitir declaraciones políticas. Incluso en contextos más abiertos, como Europa o América del Norte, ha habido casos de artistas desinvitados por sus posturas ideológicas.
Este tipo de restricciones suele generar reacciones opuestas a las buscadas: en lugar de silenciar un mensaje, lo viralizan. Hoy, si un artista es censurado en el escenario, puede replicar su discurso en redes y generar una resonancia aún mayor.
Por su naturaleza, los festivales reúnen multitudes que no solo comparten un gusto musical, sino también un tiempo histórico. En ese contexto, no son solo espectáculos culturales: son microcosmos sociales. Ahí convergen arte, política, economía y tensión ideológica.
En tiempos de polarización, persecución a activistas o vigilancia digital, el escenario puede convertirse en una trinchera momentánea de libertad, un altavoz donde denunciar racismo, violencia de género, guerra o desplazamientos forzados deja de ser una opción y se vuelve una urgencia.
Aunque muchos festivales se presentan como progresistas —promoviendo la inclusión, el reciclaje o el respeto— esa imagen se tambalea si niegan espacio a causas “incómodas”. La coherencia entre valores proclamados y decisiones prácticas es clave para no caer en contradicciones.
Y aunque no todos los artistas tienen la obligación de posicionarse, el derecho a hacerlo debe ser respetado. El arte no siempre debe ser militante, pero cuando elige serlo, tiene el poder de incomodar y transformar.
A lo largo de las décadas, los festivales han demostrado que la música en vivo no es solo entretenimiento: es también resistencia, testimonio y eco. Desde los himnos antibélicos de Woodstock hasta los gritos incendiarios de Bob Vylan en Glastonbury 2025, el escenario ha mutado en un territorio inevitablemente político.
En este mundo hipermediatizado, que todo lo ve y todo lo archiva, los pronunciamientos en vivo ya no sorprenden… pero sí dividen. Incomodan a quienes buscan evasión y fortalecen a quienes los ven como trincheras culturales. Y aunque los organizadores intenten mantener la neutralidad, cada censura —o cada permiso— es también una declaración.
Porque al final, la música es hija de su tiempo, y los festivales son espejos del presente. Callar sería artificial. Hablar, inevitable. Y en ese juego de silencios, gritos, pancartas o versos afilados, se sigue escribiendo la historia de cómo los escenarios se convierten en parlantes de la conciencia colectiva.